En la investigación que llevamos adelante en Universidad Siglo 21, Activismos de Género y construcción de identidades: Procesos de Participación en estudiantes de escuelas secundarias, hemos relevado que la violencia está en el foco de las preocupaciones de las mujeres jóvenes.
Según el último informe del Registro Nacional de Femicidios de la Justicia Argentina de 2021, se registraron 231 víctimas directas (incluyendo 5 travesticidios y transfemicidios) y 20 víctimas de femicidio vinculado, totalizando 251 víctimas letales de violencia de género en nuestro país en ese período. Las estadísticas del Observatorio Ahora que sí nos ven indican que entre enero y octubre de 2022 se produjeron 212 femicidios y 181 intentos de femicidio. El 61,3% fue cometido por parejas o ex parejas, el 65% de los casos ocurrió en la vivienda de la víctima, 33 víctimas habían realizado denuncias y 22 tenían medidas de protección.
Otro dato alarmante de la Encuesta Nacional de Niñas, Niños y Adolescentes de Unicef (2019-2020) indica que al menos 1 de cada 10 niñas y adolescentes sufre violencia sexual en Argentina. Estos números muestran la cara más visible y extrema de la violencia de género, pero también existen formas naturalizadas y menos evidentes.
A partir de entrevistas a estudiantes de escuelas secundarias de Córdoba realizadas en el marco de la investigación, las chicas manifiestan haber experimentado situaciones de acoso callejero desde niñas: miradas lascivas, gritos, silbidos, persecuciones o manoseos en espacios públicos. También los espacios de recreación nocturna aparecen como ámbitos donde se vive violencia, la cual se agrava si se pertenece a una minoría por identidad de género u orientación sexual. La familia y la escuela también son señaladas como lugares donde han experimentado violencia de género, a pesar de ser instituciones asociadas al cuidado.
En Argentina, hace apenas 40 años que la violencia hacia las mujeres forma parte del debate social. Inicialmente se vinculó el concepto exclusivamente a la violencia en relaciones de pareja heterosexuales, lo que soslayó otras formas de violencia en distintos ámbitos como la calle, el trabajo, los medios, el Estado o las redes sociales. Este enfoque fue criticado por su reduccionismo, ya que desconoce la violencia en relaciones no afectivas o fuera de la heterosexualidad.
La irrupción del Ni Una Menos en 2015 masificó los activismos feministas y las protestas contra la violencia de género se multiplicaron. En ese contexto, los 8 de marzo se resignificaron como jornadas de lucha por los derechos, impulsando nuevas sensibilidades sociales. Si bien hubo avances legislativos y reconocimiento de derechos, aún es necesario garantizar su ejercicio efectivo.
También se advierten cambios en los umbrales de tolerancia hacia la violencia: prácticas antes normalizadas ya no se aceptan porque no se ajustan a las expectativas actuales sobre relaciones de género. Sin embargo, estos cambios son complejos y contradictorios, ya que las normas y discursos no siempre se traducen en prácticas. El gran desafío sigue siendo transformar prácticas culturales de larga data.
Por Marina Tomasini
Dra. en Psicología (UNC). Investigadora en Universidad Siglo 21.