Algoritmos para gobernar mejor

18 de mayo de 2021

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Lograr administraciones ágiles y transparentes, capaces de desarrollar tecnologías para actuar con precisión en sociedades cada vez más complejas no es una cuestión ideológica sino de responsabilidad práctica.

Comenzaba el año 2008, el carismático líder Barack Obama asumía como primer presidente negro de los Estados Unidos en medio de una feroz crisis financiera originada en la burbuja de hipotecas subprime. La situación amenazaba con quebrar la economía y la sociedad del país del Norte como no sucedía desde la crisis del 1929. Relata Obama en su imperdible Tierra Prometida la profundidad de su calvario al iniciar la acción de gobierno en semejantes condiciones, afrontando múltiples preguntas para las cuales no tenían respuestas claras y que inexorablemente llevaban a una administración que había triunfado bajo una impronta transformacional a básicamente actuar como un gran bombero en medio de un tembladeral de escala nacional y mundial.

Más allá de semejante emergencia, un cambio profundo en la dinámica de relación entre gobierno y ciudadanos se venía produciendo hace algunas décadas. Lo cuenta Obama en su libro con la claridad que otorgan los años: desde mediados de los años 70, cuando el estancamiento económico comenzó a apropiarse del largo ciclo expansivo de Posguerra, “nos volvimos más sensibles a la posibilidad de que otra persona estuviera recibiendo algo de lo que nosotros carecíamos y más receptivos a la idea de que no se podía confiar que el Gobierno fuera justo” (Pág. 332). Esta definición propia de la realidad de Estados Unidos aplica al resto del mundo que elige vivir en democracia y tiene plena vigencia en la agenda de Gobernanza en sociedades complejas: cuán justo, preciso y necesario puede ser el Gobierno en sus múltiples intervenciones hacia los ciudadanos.

El aprendizaje histórico nos propone concebir y comprender a la Gobernanza dentro del sistema social en su conjunto, alejado de extremos que demostraron no funcionar o bien hacerlo con resultados decrecientes, tanto el que otorga al Gobierno un rol central en la dirección y control de la sociedad, como el que lo reduce a una mínima expresión enfocado en resguardar derechos y libertades ciudadanas. El filósofo español Daniel Innerarity lo expone con claridad en Una Teoría de la Democracia Compleja (Galaxia Gutenberg, 2020): “Más que una cuestión de eficiencia o corrupción, de fortaleza o debilidad, la problemática central del Gobierno en sociedades complejas tiene que ver con el riesgo de irrelevancia” (Pág. 161), es decir esa categoría a la que se puede caer cuando Gobiernos ven erosionadas sus destrezas para impactar en realidades y personas concretas con sus políticas y programas.

Los mercados han demostrado, desde hace mucho tiempo ya, ser mecanismos de alta eficiencia para asignar recursos, siempre escasos, a procesos de producción, inversión y comercialización. Estos, en general, nos rescatan de la ficción de la creación de valor centralmente planificada. Se dispone de mucho conocimiento y herramientas para desarrollar mercados, mejorar la regulación de los mismos, sus diseños competitivos y sus marcos hacia la sustentabilidad. Los gobiernos, en democracia, vienen mucho más lento en su desafío por reconfigurar su relevancia y asignar con éxito incentivos y recursos en sus distintas estrategias, a pesar de los progresos sostenidos en el campo de las políticas públicas basadas en evidencia.

Agilizar estructuras de gobierno, desarrollar equipos humanos de alta performance, implementar estrategias de Gobierno abierto, diseñar procesos más transparentes y menos burocráticos, incorporar tecnologías para la gestión de la información, adoptar estándares de transparencia y muchas otras iniciativas se vienen sucediendo en las democracias del mundo, con distintas intensidades y logros, para mejorar la calidad de los Gobiernos. Pero nada alcanza aún para lograr un nuevo paradigma de acción que pueda ser replicable a distintas escalas y significar un verdadero salto cualitativo en la capacidad de llegar a los ciudadanos en las múltiples manifestaciones de necesidad que aparecen en contextos de cambio tecnológico acelerado, crecientes desigualdades y efectos asimétricos post Pandemia.

Es a partir del poder de los algoritmos y los modelos de inteligencia artificial bien concebidos e implementados como los gobiernos del futuro podrán ser mucho más asertivos y eficientes desplegando acciones activas para distintas problemáticas. Las buenas intenciones de funcionarios transparentes y probos siempre se han encontrado con una restricción muy difícil de sortear: en la cadena de preparación y entrega de servicios públicos a las personas hay siempre demasiados intermediarios y procesos, generando eventos de favoritismo, falta de rigor, discriminación y mal uso de los recursos públicos. Mucho más si la política agonal se come, como en Argentina, a la arquitectónica.

Un algoritmo es un modelo matemático diseñado por un equipo interdisciplinario para resolver un problema específico. Instalado en computadoras súper poderosas que hoy disponemos, alimentados con la enorme cantidad de datos que son la gran materia prima (que solemos perder cuando no ponemos en marcha la capacidad de procesamiento masiva para aprovecharlos) y potenciados por las tecnologías de inteligencia artificial (como el aprendizaje automático), los algoritmos se convierten en herramientas que acuden a nosotros para mejorar una de nuestras habituales falencias: la toma de decisiones. Más aún, considerando que quienes deben hacerlo desde el Estado ponen en riesgo los recursos públicos, es decir de todos.

Construir la destreza necesaria para aprovechar el poder de los algoritmos y la inteligencia artificial en los asuntos públicos debiera ser una misión capaz de apasionar a los amantes de la política y los activistas sociales. Gobiernos ágiles y transparentes, capaces de desarrollar tecnologías para actuar con precisión en sociedades cada vez más complejas no es una cuestión ideológica sino de responsabilidad práctica. Los algoritmos no son condición suficiente, pero si serán cada vez más una condición necesaria para lograrlo en el futuro. No desconocemos los riesgos de sesgos, falta de transparencia e incógnitas en torno a la dirección humana que caracterizan la problemática de los algoritmos. Nada que no tenga soluciones visibles si se aborda el tema con estrategia, criterios éticos y determinación.

Hagamos foco en uno de los desafíos centrales de la agenda del futuro: cómo evitar sociedades duales a partir del crecimiento de las desigualdades en el mundo. Sabemos que el capitalismo se encuentra en transformación y que los Estados están a la búsqueda de nuevas herramientas para apoyar a las personas en sus vidas. Con recursos siempre escasos y el aprendizaje histórico de que el voluntarismo estatal suele terminar en grandes epopeyas de despilfarro y deuda, son los algoritmos los que podrían aportar soluciones para que los Gobiernos puedan reunir toda la información existente, procesarla de forma confiable, relacionarla a partir de criterios objetivos y habilitar el aprendizaje automático basado el comportamiento masivo de personas.

¿Para qué nos serviría este ciclo de algoritmos funcionando como redes neuronales dentro de un Gobierno que pretenda combatir en serio la pobreza y la expansión de las desigualdades? Para todo eso que hoy tanto le cuesta hacer, como personalizar o adaptar servicios según circunstancias personales y familiares, generar aportaciones extras / adicionales a determinadas personas que más lejos están de poder forjarse un destino y generar alertas que faciliten acciones de prevención antes de que los problemas exploten. Más efectividad, más foco en quienes más necesitan y mejor uso de los recursos públicos serán la sana consecuencia de esto.

La multipremiada película Guasón tiene mucho para decirnos al respecto. Arthur Fleck, quien personificaba al trágico payaso, solo podría haberse salvado (y ahorrado muchos dolores al Estado y la sociedad) si alguna de estas cosas sucedía primero: un Gobierno inmunizado de funcionarios desganados, alienados y corruptos, capaz de llegar a él y contenerlo o un Gobierno cuyas decisiones de atención social y provisión de medicamentos estuvieran guiadas por modelos de inteligencia artificial capaces de corregir sesgos y negligencias humanas. Ambas cosas juntas sería un mundo ideal. Es posible, pero hipotético. Mientras tanto, nada nos impide poner la inteligencia humana a diseñar algoritmos y construir modelos de inteligencia artificial que hagan mejor las cosas que más nos cuesta hacer a las personas a pesar de la buena voluntad. Como haber sostenido la atención sanitaria y social a Arthur Fleck a partir de la evidencia de los datos, recolectados, procesados y disponibles en el tablero de la PC de cualquier Funcionario, en lugar de haberlo desprotegido en nombre de abstractas restricciones presupuestarias.

Es el mensaje de Emmanuel Macron, cuando lanza la estrategia nacional de Francia en materia de inteligencia artificial y expresa en exclusiva ante la Revista Wired “mi preocupación central es corregir la desconexión entre la innovación tecnológica y la digestión de la misma que la ciudadanía puede hacer en democracia.

Solo construyendo confianza Francia podrá aprovechar el poder de la inteligencia artificial para empoderar a las personas y resolver problemas”. Es el mensaje de Yuval Harari cuando expresa: “La tecnología no es mala. Si sabes lo que quieres hacer en la vida, tal vez te ayude a obtenerlo” (21 Lecciones para el Siglo 21, pág. 293). Y es la reflexión del ex campeón mundial de Ajedrez Gary Kasparov: “Tenemos que iniciar este proceso de reconciliación entre la democracia y el progreso tecnológico. Es hora de entender cómo incorporamos todos los grandes avances tecnológicos a una nueva visión del mundo, cómo reformar la democracia para adaptarla a los desafíos del siglo 21″.