Cuando la comunicación se convierte en una aliada
A esta altura, hablar de hiperconexión y exceso de información ya está lejos de ser una novedad. El mundo hoy no debate la evolución y el alcance de la Inteligencia Artificial (IA), sino cómo nos vamos a adaptar a ella. Porque el avance es inevitable y deberemos aprender a convivir en un tiempo marcado por la irrupción de la IA en los diversos planos de la vida cotidiana. Un nuevo ciclo que ya comenzó.
Dentro de esta dinámica, el tráfico de la información también se volvió imparable. A diferencias de otros tiempos, en los que alguien podía pensarse dueño de algún dato o informe, hoy es casi ingenuo imaginar en que podría evitarse una filtración. Porque la divulgación y la viralización está a sólo un clic de distancia.
En el segundo año de la Maestría en Criminología y Ciencias Forenses decidimos profundizar en la materia “Criminología, medios de comunicación y tecnologías emergentes” porque se trata de una variable que hoy atraviesa a todas las esferas laborales: la imperiosa necesidad de una comunicación eficaz, planificada y consciente. En 2025, es imposible pensar que alguien es “dueño” de un dato.
En ese sentido, en las investigaciones criminológicas, el flujo de la información se ha transformado en un aspecto clave en medio de cualquier situación crítica. Si bien todavía existen funcionarios que piensan que el mejor camino es el silencio absoluto (por lo general, después deben renegar ante la difusión de datos inexactos o filtraciones que ponen en riesgo el devenir de sus pesquisas) o una verborragia en la que sólo hay un instinto de comunicación, por fortuna son mayoría quienes ya se han adaptado a los nuevos tiempos.
Los periodistas y comunicadores deben ser aliados de toda investigación y el mejor método es que los investigadores puedan controlar qué se filtra y qué dato sensible se guarda por algún momento prudencial.
De esta manera, se logra una uniformidad en el flujo informativo y se evita, al mismo tiempo, que voces interesadas interfieran aportando datos que sólo generan ruidos y contratiempos.
Para esto, es necesario que al mismo momento que comienza a armarse el rompecabezas criminal de cualquier caso también se incorpore, en la misma mesa de la investigación, a una planificación en materia de comunicación.
Un muy buen ejemplo de esto se advierte en los últimos meses, en el caso conocido como “el hallazgo de un cadáver en la casa de Cerati”.
Para simplificar la historia: en medio de una obra de construcción que se estaba realizando en mayo pasado en una vivienda de Cohlan, en Buenos Aires, casa que en algún momento habitó el músico Gustavo Cerati, los obreros encontraron restos óseos humanos enterrados cerca de la medianera.
El fiscal Martín López Perrando utilizó a los medios de comunicación para lograr resolver, en buena parte, un misterio que estuvo allí enterrado durante 41 años.
Lo primero que se filtró a la prensa, a poco de producirse el hallazgo, fue que en una casa en la que había vivido el músico Gustavo Cerati se había encontrado un cadáver enterrado.
El dato no era del todo exacto. En realidad, el cuerpo estaba en el patio del terreno del lado, casi sobre la medianera que compartía con “la casa de Cerati”. Pero, en ese primer momento, la duda fue aprovechada por los investigadores para incorporar el nombre del famoso músico en la noticia y así lograr la atención mediática y social.
Surtió efecto. De inmediato, los principales portales de todo el país replicaron esta noticia. Las métricas que hoy guían las redacciones de noticias mostraron que a la sociedad le había llamado la atención el dato de que en una casa que alguna vez habitó Cerati había un cadáver enterrado.
La fiscalía, entonces, comenzó a “alimentar” a los medios con diversas novedades. De manera periódica, durante semanas, se fueron sucediendo distintas noticias en las que se comentaban novedades del hallazgo.
Primero, el informe del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) que indicó que la muerte se habría producido hacía unos 40 años atrás, que había sido violenta y que el cadáver correspondía a una persona joven, de entre 16 y 19 años. En lugar de reservar estos datos, se hicieron público casi de inmediato.
¿Por qué? Porque a diferencia de la mayor parte de las causas, aquí había que seguir el camino inverso: se tenían restos óseos, un perfil de ADN, pero nadie sabía la identidad. Sin conocer a la víctima de esta historia, mucho menos se iba a poder avanzar en alguna hipótesis sobre algún victimario. ¿Con quién cotejar este ADN hallado? Con una fecha estimada de muerte entre 1980 y 1985, aproximadamente, los investigadores eran conscientes de que, en esa época, entre el fin de la última dictadura militar y el regreso de la democracia, aún en las comisarías eran reacios a anotar como “desapariciones” este tipo de denuncias.
La fiscalía tenía que recorrer un enorme cúmulo de archivos desconectados entre sí para armar, primero, una lista de personas desaparecidas en Buenos Aires durante aquellos años, para luego avanzar en una depuración. Un trabajo que asomaba titánico.
Tras el primer informe del EAAF, se filtró a la prensa (todo controlado) algunas fotos de lo que se había encontrado junto al cadáver: una corbata escolar, un amuleto de origen japonés y un reloj Casio, que 40 años antes era toda una novedad.
Los periodistas le iban agregando, a cada dato, algunas especulaciones sobre las fechas de la muerte, móviles en vivo desde el frente de “la casa de Cerati” y un montón de conjeturas al aire.
La proliferación de todos estos datos, multiplicados en diversos portales y noticieros del país, lograron lo que de otro modo hubiera tomado demasiado tiempo en conseguir: a fines de julio, un joven llamó a la fiscalía y dijo que creía que ese cadáver podía ser de un tío que había desaparecido en 1984, cuando tenía sólo 16 años.
El joven dijo que junto a su familia habían comenzado a seguir en las noticias cada avance de la investigación y que esos datos les habían generado muchas inquietudes, ya que advertían sobre varias coincidencias: la presunta fecha de la muerte, el rango de edad de la víctima, el supuesto uniforme escolar, la zona en la que fue encontrado y… el reloj.
Ante esta presentación, se realizó de inmediato un cotejo de ADN entre los restos hallados y la madre del joven desaparecido. Días después, a principios de agosto, llegó la confirmación que todos anhelaban: la víctima era Diego Fernández Lima, quien desapareció el 26 de julio de 1984, cuando tenía 16 años. En la comisaría de la zona, tras varias negativas, el caso fue archivado como una supuesta “fuga de hogar”. Para la fiscalía, en 2025 iba a ser casi imposible lograr llegar a aquel expediente para poder unir ambos casos. Pero, gracias a la notable difusión que había tenido el caso, apoyado en un notable trabajo de los peritos, en pocas semanas, se había logrado identificar a esos huesos que habían sido desenterrados después de casi 41 años.
En ese sentido, la directora del EAAF, Mariella Fumagalli, resaltó cómo se trabajó tanto desde el ámbito pericial como comunicacional en este caso. “Los restos nos aportan información sobre que se trata de una persona masculina, joven, de entre 16 y 19 años, que tenía determinados artefactos, como, por ejemplo, el reloj, el llavero, una corbata... La difusión de esa información en los medios de comunicación fue muy importante, como lo fue también que en esa casa haya vivido Gustavo Cerati”, recordó en una entrevista con el portal Infobae.
Y subrayó: “Para nosotros fue un shock total. Veníamos pensando qué estrategia utilizar para buscar familias en función de toda la información que teníamos. Estábamos elaborando una solicitada para publicar en medios de comunicación. En el medio, él se contacta y, cuando empezó a aportar datos de su tío, todo cerraba. Cuando Diego desaparece, a su mamá no le quisieron tomar la denuncia en lo que, en ese momento, era la Comisaría 39”.
Pero esto no terminó aquí. La fiscalía volvió a filtrar este avance significativo a los medios. La identidad del fallecido, su historia, el drama infinito de su familia.
Y fue entonces que todo funcionó de nuevo. Desde Europa, un antiguo compañero de colegio de Fernández Lima se comunicó con la fiscalía y aportó otra clave que ahorro tiempo a los investigadores: en la casa donde habían encontrado los restos vivía la familia Graf, uno de cuyos hijos también había ido a la misma escuela que la víctima.
Para la fiscalía, el rompecabezas ya tenía casi todas las piezas en orden.